Viajes Rañada
Y aún así viajamos ...
Si la memoria se mantuviera inalterable a lo largo de los años nadie de mi familia hubiera cruzado las fronteras de la provincia de Pontevedra. Nuestros primeros viajes familiares están marcados por la frase: “papa, para”; “abre la ventanilla”, contestaba mi padre. Tras breves minutos la frase se repetía: “papa, para”; la segunda vez, tras unos momentos de cabreo, la frase surtía efecto y mi padre paraba en los sitios más inverosímiles. Carreras fuera del coche, sonidos guturales, toses… Tras minutos en los que preferirías no haber nacido, volvíamos a subir al vehículo con los ojos llorosos, un olor nada agradable y reiniciabas la marcha por unas carreteras –mejor vías romanas– con miles de curvas que nos llevaban al pueblo de mi padre, La Rua de Petín, en la provincia de Orense.
Si el viaje se daba bien solo teníamos que parar una vez, aunque en ocasiones las detenciones eran más. Llegábamos a nuestro destino, el comercio en el que trabajaba mi tía o su casa, hechos unos guiñapos. Para compensar nuestras desgracias, mi tía abría su despensa. De las distintas viandas que nos ofrecía, las truchas escabechadas son el plato que yo recuerdo con más nitidez, además de la bica. También me vienen a la memoria de aquellos viajes las manzanas golden y las castañas pilongas, que otra tía preparaba en una habitación del altillo; encima de mantas dejaba secar las castañas y su sabor era exquisito.
Años más tarde, nuestro hermano mayor se hizo marino, y la primera carta suya que recibió mi padre decía:”papá, mándame dinero, que cuando llegue a Brasil me vuelvo a casa…”. Según relataba, no había abandonado la barandilla del barco en unos cuántos días (tengo que decir que cuándo llegó a Brasil no regresó). Estaba claro, el mareo era un mal que afectaba a la mayoría de la familia y parecía que iba a marcar nuestras vidas.
Sin embargo, seguimos realizando algunos viajes (gracias a la biodramina y al recuerdo de las truchas escabechadas) y pudimos constatar que en el mes de septiembre el agua de la piscina en el pueblo de Cercedilla, en Madrid, estaba más fría que el agua del mar en Pontevedra. Que la ensalada en Madrid tenía pepino y que los piñones te los vendían con cáscara, la que abrías con un clavo con la punta machacada (en otro orden de cosas, también descubrimos que existía el Corte Inglés, un gran almacén donde se podía comprar de todo y que era visita obligada cuándo veníamos a pasar unos días a la sierra madrileña). También comprobamos que el agua del mar en Tarragona parecía caldo gallego por su temperatura y que en Canarias un día en el Teide te ponía más morena que una semana en la playa de Galicia.
Y así, tímidamente, comenzamos a descubrir las ventajas y placeres de conocer nuevos lugares. Y, aunque los comienzos no fueron buenos, los miembros de mi familia han sido bastante viajeros. Mi hermano mayor, por su trabajo, mientras fue marino; mi hermana por afición viajó a África, América (del norte, del centro y del sur), la India, Europa (toda)… creo que le falta por conocer parte de Asia. En cuanto a mi hermano menor, descubrió el poder de seducción de la autocaravana (una afición que yo no comparto, pero respeto) y con ella viaja por todo el viejo continente y patea los lugares más recónditos de la piel de toro.
Tantas excusiones le han proporcionado a él y a su mujer múltiples experiencias, especialmente gastronómicas, que quiere compartir con otros viajeros a través de este blog. No es clasista y las abre a todo tipo de aventureros, no solo a los “caravanistas”, sino también a los que van a pie, en bici, en coche o avión. Además de compartir sus vivencias, también quiere aprender de las ajenas; por ello espera que compartáis las vuestras, malas o buenas a través de estas páginas.